jueves, 12 de julio de 2012

Prehistoria de un desahucio


Verónica Entralgo levanta la vista de la tabla de la plancha cuando el murmullo del matinal que la acompaña en su quehacer diario se reconstruye en una noticia que esperaba:

“Esta mañana, pese a la oposición de un centenar de vecinos, se ha consumado el desahucio de José Fernández Suárez, vecino de toda la vida del barrio de La Concepción. José, de 36 años, su mujer y su pequeño hijo, de cuatro años de edad…”.

Verónica, pensativa, apaga la plancha y se sienta en el taburete de la cocina. Su alma vuela en el tiempo hasta tres décadas antes, cuando aún era la Señora de Martín, y una de las primeras tareas del día era acompañar a su hijo Andrés al colegio. El reloj de su imaginación se detiene en un día de otoño de 1982.



Hacía fresco, pero no frío. Las hojas marrones caían de los árboles de la calle de la Virgen de… De… Había tantas vírgenes en los nombres del callejero de aquel barrio que una ya era mayor para recordarlas. Pero no tanto como para haber olvidado la intuición de que existía una relación entre aquellos nombres y las placas con el yugo y las flechas que ornaban muchas de las fachadas de la zona.

Andrés estaba muy nervioso y excitado, y corría por delante de su madre, urgiéndola a darse prisa... El pequeño era un niño maravilloso. El regalo más maravilloso que podían haber imaginado su marido y ella. Guapo, guapísimo. Había heredado los ojos de Verónica, tan abiertos que se comerían el mundo. Tenía un hoyo en el carrillo que encerraba los secretos mejor guardados del universo. Y una risa tan pura que la galaxia no conocía una sinfonía más melodiosa. También poseía el don de la inteligencia y de la palabra. Pero lo más importante, de lo que más orgullosos estaban su marido y ella, era que Andrés era un niño eminentemente bueno.

Ese día, Verónica lo recordaba después de treinta años como si fuera ayer, Andrés quería llegar pronto al colegio. Iba a tener su primer examen de Enseñanza General Básica. Y encima, de matemáticas, su asignatura preferida. Además de guapísimo, inteligentísimo y buenísimo, Andrés era un niño muy trabajador. No era normal para un niño de su edad: aunque le encantaba jugar, su mayor afición era la lectura. Había aprendido a leer muy pequeñito, y a sus seis años ya disfrutaba más de un buen Julio Verne que de un escondite inglés... Pero si los libros le encantaban, los números no se le resistían. El pequeño Andrés tenía toda la pinta de ser el clásico empollón.

Verónica había empleado la tarde anterior en preparar con Andrés ese primer examen. Cuando su marido llegó de trabajar, y mientras ella preparaba la cena, Andrés asedió a su padre para demostrarle lo bien que se lo sabía todo. Durante la cena, no hubo otro tema de conversación que no fueran sumandos, minuendos o sustraendos, seis y siete trece, pongo un tres y me llevo una.

Llegaron al colegio. Verónica besó a su hijo, y adivinó en la ilusión de sus ojos todo el sol que le faltaba a aquel día gris, y que destilaba una luz que ella creía inagotable. La madre deshizo el camino de vuelta a casa y ocupó las horas de esa mañana fresca e interminable dedicada a sus labores y envuelta en el murmullo adormecedor de la televisión.

Tan nerviosa y excitada como había dejado a Andrés por la mañana, iba Verónica hacia el colegio a mediodía. Estaba deseando ver la cara de su niño. No ansiaba tanto preguntarle qué tal le había salido (pues no tenía ninguna duda de que lo habría bordado) como ver otra vez el brillo de sus ojos, esta vez llenos del orgullo del trabajo bien hecho. Sus pasos presurosos iban al compás de su corazón.

Verónica llegó al patio. Se acercó a la fila de la clase de Andrés… Y entonces le vio los ojos: ya no lucían como por la mañana, sino que los cubría el cristal de haber llorado, estaban enmarcados de rojo y sumidos en una tristeza infinita. Verónica corrió a abrazar a su hijo, y éste rehuyó el cariño.

-          Pero mi vida. ¿Qué ha pasado? ¿No te ha salido bien el examen?
-          Muy bien, mamá.
-          Entonces… Con lo contento que estabas esta mañana.
-          Sí, mamá. No te preocupes, que me ha salido muy bien. Vamos para casa.

Andrés no pronunció ninguna palabra más durante todo el camino. Tampoco en la comida, ni cuando su padre llegó a mediodía con sus prisas habituales y a mesa puesta, tan ensimismado en sus asuntos que se olvidó preguntar por el examen. Entre el arrullo de la eterna televisión, se levantó atronadora la voz del hombre:

-          Pero… Verónica. ¿Qué le pasa a este niño?
-          No lo sé, Andrés. Dice que el examen le ha salido muy bien, pero no me ha querido contar nada más.
-          ¡Es verdad, cariño! ¡El examen! ¿Qué tal te ha salido, mi pequeño?

Entonces el pequeño Andrés alzó sus ojos, que empezaron a brillar de ira. Tratando de contener las lágrimas, y con voz temblorosa, le dijo a sus padres:

-          Papá, mamá. Me habéis engañado.
-          ¿Qué dices, hijo mío? ¿Por qué dices eso? ¿A qué viene este numerito? Explícate, anda, que me tengo que ir a trabajar.
-          Sí, Andrés, anda. – Se acercó la madre – Cuéntanos qué te pasa, que nos tienes muy preocupados.

Andrés, entre sollozos, continuó su alegato:

-          Toda la vida me habéis dicho que hay que compartir. Es lo que me habéis enseñado. Tanto vosotros, como los abuelos, como las tías… Todo el mundo. También en el colegio llevo dos años escuchando la retahíla del compartir… Y llego hoy, a mi primer examen, y cuando mi mejor amigo Pepito Fernández me dice que cómo se hacía la suma, y comienzo a explicárselo, la profesora me ha echado una bronca monumental, como nunca me había pasado en la vida. Me ha dicho que en los exámenes no se ayuda al compañero. Que sirven para ver quién sabe más y quién sabe menos. Y que los que copian y dejan copiar no serán nadie el día de mañana…


Y el día de mañana es hoy. Verónica se derrumba, y ahora son sus ojos, cansado espejo de aquellos que hace treinta años iluminaban su existencia, los que lloran en torrente. El matinal continúa dando las noticias:

“… José Fernández Suárez y su familia no tienen donde ir, después de que, pese a los múltiples intentos de negociación de la hipoteca con la entidad banKaria, el Juzgado haya dictaminado la orden de desahucio solicitada por el director de la sucursal Andrés Martín Entralgo…”.







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